sábado, 2 de marzo de 2013

«Las tres estaciones», de Antonella Anedda

El debate sobre la naturaleza moral de la colaboración de las víctimas judías y sus ejecutores nazis sigue abierto. En la imagen, una víctima de la Shoa lame las botas de su verdugo, grabada durante la representación de Guantes de piel humana, de Carlos Morales y Julio C. Lourtau (ambos en escena), la primera obra de teatro sobre el Holocausto escrita en lengua castellana.



(En preparación)








Las tres estaciones


Traducción de Emilio Coco

I
Echa tu pan a la superficie del agua, lo encontrarás en los días: no encontraremos el alimento, ni la recompensa, no la levedad sino el hacha pesada de la bendición.

Quien pierde tiene la espalda libre para cargar con el mundo. Ningún equipaje para arrastrar mejor el hierro y la madera de un carro, y dejar que en el dorso se amontonen el aire y la lluvia, la multiplicidad, el desorden de las cosas. No es la resignación terrena sino la fuerza dócil de Cristo que en Getsemaní responde a los soldados: sí soy yo; la pobreza de la roca, de la mortaja vacía por el peso de los pecados humanos.

Giotto vio todo esto en la Renuncia de los bienes de Asís. Francisco está desnudo pero en torno a su privación, en el ángulo recto de su cuerpo arrodillado todo pesa: las arquitecturas, el escudo del cielo, las vestiduras; todo se espesa como si la ciudad con sus cuidados, sus ganancias, su beneficio no esperaran más que su gesto.

Tal vez la santidad sea hacerse burro: ser la borrica que siente en los ijares la espina de los olivos, en la fatiga de la mañana, bajo el gran cuerpo de Dios, en el gran casco de Jerusalén.
II
Tenemos muy poco para no pecar a través de los seres humanos, para impedir que el rencor se mueva entre los cuerpos y recorra un trayecto hasta crear un horizonte.

Podemos sólo constreñir al odio a recaer en nosotros, exactamente, simplemente, como el agua del jardín que la tierra vuelve oscura y olvida. Un solo chorro. Es el misterio del miedo, hermano del pecado, el tremendo asomar de los dos, el uno puente del otro, el uno empujado por el otro. Sin embargo, existe la gracia de un punto oscuro y perfecto, la posibilidad de que el mal permanezca en nosotros hasta descomponerse, hasta morir antes de alcanzar a los demás.

No la huida, sino la espera que protege e impide al mal que nos atraviese. Nosotros estamos en la mesa del Señor, estamos de lado, todavía lejos de cualquier cruz, aunque volcada como la de Pedro. No podemos redimir sino defender. Somos el perro ligero que el Veronés pinta en la Última cena: tumbado y en vilo, su pequeño cuello golpeado y bendecido por el mantel de hilo.
III
Al contestar a Gershom Scholem que le acusaba de falta de Herzenstakt, de dureza e insensibilidad por haber estigmatizado la colaboración de funcionarios judíos durante la “solución final”, Hannah Arendt plantea una cuestión importante: “He sostenido”, escribe, “que no existía ninguna posibilidad de oposición, pero existía la posibilidad de no hacer nada”.

No hacer el mal, no acogerlo, significa de alguna manera obligarlo a un trayecto más largo, retardarlo en una acción política que es posibilidad de dilación, lentitud que puede salvar una vida.


Es verdad, no obedecer era la diferencia que probablemente hubiera consentido: organización, huida, salvamento o rebelión. Sin embargo esto no ocurrió y no ocurrió por lo que el mal promete y puntualmente niega, por ese eterno “quizás” que oscila cosiendo la incertidumbre al horror.


Un ser humano obedece por miedo y por angustia, por incapacidad para imaginar un estado distinto a aquel en que se encuentra, y sin embargo espera sobrevivir, transformarse en alguien capaz de estar cerca de quien, por el momento, lo ha perdonado. Como quien se abstiene del mal, una vez más es el tiempo con el que se enfrenta: tiempo para quedarse, tiempo para justificarse y justificar. Un tiempo privado, sin derroche, el tiempo seco del cálculo y el escalofrío de la ilusión.


Es la inútil astucia de hacerse comer el último. Es la ilusión de toda vileza. El poder no necesita al justo sino al paria, matará al paria el último y tendrá la justificación de su odio. Deslumbrado, antes aún de cualquier amenaza, el paria ha ido hacia el odio y se ha entregado a él generosamente, velozmente.


De esta velocidad, de esta trayectoria del alma y del cuerpo, se sirve cualquier organización criminal a la que basta activar simplemente los resortes del odio y del temor.


De esta velocidad no es, absolutamente, fácil escapar. A menudo para no hacer nada, para conocer la libertad de la no participación es necesario justamente ser “santo”, saber renunciar al tiempo de la ilusión, saber distinguir en lo profundo de sí mismo la pálida diferencia que pasa entre una atmósfera de terror y el choque inmediato del terror.


La lentitud necesita un coro de inteligencias, la resistencia precisa de luz, la capacidad de espera se da a los hombres, raramente, como un don.


Porque es verdad; el bien es profundo, pero el bien es frágil. A diferencia del mal se esfuma lentamente entre los siglos, a diferencia del mal tiene nostalgia también de una sola criatura.





De su plaquette
Las tres estaciones.
Cuadernos del Mediterráneo.
Ed. El Toro de Barro,
Tarancón de Cuenca 2001.
 



"Música"

Poesía del Holocausto: "Las tres estaciones"





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El Toro de Barro

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"El Profeta", de Carlos Morales. De su Libro "S". Ilustración Leonardo da Vinci













 

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